J.S.P.
Ya hay que tener el pelo blanco, o no tenerlo (pelo, digo), para acordarse de estos vehículos eléctricos que nos llevaban y traían de Pontevedra a Marín y hasta Lérez y Alba, si querías tomar la segunda línea por algún motivo. Encierran estos vehículos un historial digno de escribir un libro y no es la primera ni será la última vez que alguien se acuerde de ellos sobre todo ahora que tanto molesta y asusta la contaminación y el ruído buscando la creación de coches eléctricos y te das cuenta de que ya teníamos un servicio eléctrico, sin ruidos ni velocidades astronómicas que te llevaban y traían en prácticamente el mismo tiempo, y decidimos deshacernos de ellos cambiándolos por los mastodónticos buses que tardan lo mismo, nos llenan de humos y cobran mucho más, proporcionalmente, por el viaje.
Con el recuerdo de los “troles” nos viene a la memoria muchos de sus operarios, conductores, cobradores y revisores. Graña, los hermanos Dapena, Blanco... eran los que iban al volante pisando por puntos el acelerador y teniendo mucho cuidado en las curvas que no se soltaran las pértigas de la corriente, o tendrían que salir al exterior, armarse de paciencia, y tirar de las cuerdas hasta conseguir conectar de nuevo a los cables paralelos que alimentaban la energía para mover los coches. Con ellos los cobradores e incluso las cobradoras que se incorporaron en los últimos años a aquel puesto de trabajo. Durante mucho tiempo los cobradores empezaban al principio del “trole” con una carterita en la mano e iban cobrando a los viajeros que permanecían sentados o de pie en las plataformas y el pasillo central aunque estaba prohibido. Cobraban por tramos, no como ahora que es igual ir a Pontevedra que a Cantodarea. Con el tiempo se les instaló una mesita con su asiento en la “popa” del coche y cobraban sin moverse del sitio a los viajeros que entraban por la puerta de atrás, y se iban moviendo hacia adelante con el recibo de su billete pagado en la mano. Y el revisor, aquel uniformado que, sorpresivamente, subía en cualquier parada del medio del recorrido y, con un aparatejo en la mano, iba picando los billetes de los presentes para comprobar que ninguno se había colado por la cara. Hoy, los mastodontes buses que los sustituyeron llevan un conductor que también es cobrador y hasta revisor, y los clientes entran por delante y se van moviendo hacia el centro y la parte trasera del vehículo. Todo al revés.
“Prohibido hablar al conductor”. “Prohibido fumar y escupir en el vehículo” “ Prohibido cruzar por delante del trolebús, puede ser atropellado por otro vehículo que Vd. no ve” y junto a estos carteles de prohibición los anuncios de los comercios de Pontevedra y Marín animándote a que compraras sus productos incluso aquel que aconsejaba la visita a un determinado médico para que te consultara las almorranas.
Y en medio de todo esto, Jonh Balan, con sus películas en las que él era el bueno y el malo, hablaba en inglés americano o en español, según para donde soplara el viento y hacía morir de un certero disparo de su revolver manual sobre el que soplaba una vez que el oponente hubiera caído mortalmente herido al suelo por tratar de robarle la novia al otro. Balán remataba la faena con la interpretación del bolero “No te cortes la melena” que los viajeros escuchaban mientras el bohemio de Seixo hacía sonar sus trombones, clarinetes y saxos bucales y se acompañaba con sus prodigiosas manos de baterista contra las paredes final o lateral del trole.
Ayer, un amigo me envió estas fotografías de los troles tomadas el 19 de Julio de 1.981, va a hacer cincuenta años y a mí, ¡qué le voy a hacer!, me entró la nostalgia de aquellos tiempos de mi juventud durante la cual recorrí cientos de kilómetros en trole para ir a donde decía que estudiaba; para ir a los cines o a las verbenas de la Peregrina y, casi siempre, haciendo colas kilométricas porque, de aquella, no había llegado el tiempo del “Seat 600” y había que conformarse con el trole. ¡Cuántas veces nos habremos subido a cualquiera de estas alhajas rodantes! Bendito trole, lento y silencioso, en el que muchos aún tenemos enterrados los recuerdos. Nostalgia pura, pues sí.