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Don Pepe Touriño; un recuerdo especial en el día de hoy

Julio Santos Pena.

Hoy es el día de felicitar a los padres o acordarse de ellos si ya no están o están muy lejos. Son muchas las personas que lo hacen y me parece justo que así sea porque, aunque haya algunas que otras excepciones, ser padre es un tesoro vital que además se reproduce generación tras generación y los que hoy son hijos, dentro de nada serán padres o incluso padres de padres, en una cadena vital imparable. Pues, desde Carriola de Marín,  felicidades a todos al comienzo de este comentario y felicidades también a los hijos que saben hoy acordarse de sus progenitores allí donde se encuentren y a pesar de la maldita pandemia.

Pero también es hoy el día de los “Josés” y, si tuiviésemos que hacer una lista sólo con todos los Josés que conocemos, creo que nos pasaríamos mucho tiempo componiéndola porque el que no es José, a secas, es “José ...” porque a miles de hombres y también mujeres les han colocado dos y hasta tres nombres apoyados en el Santo Carpintero, patrón de la paciencia y el trabajo.

Y como no podemos referirnos a todos, ni mucho menos, quiero, eso sí, elegir a un José especial para mí, especial para los marinenses de mi tiempo infantil y juvenil. Era José pero le conocíamos por Don Pepe. Todavía guardo en mi memoria olfativa el olor del eterno puro que Don Pepe Touriño llevaba permanentemente entre sus labios. Cuando era niño me tenía preguntado si aquel puro era siempre el mismo porque formaba parte de la figura del galeno de los pobres en aquel Marín, también pobre, de mediados del siglo pasado. Ataviado con su traje oscuro y pajarita, tocado con un sombrero alado y portando en su mano un enorme maletín, Don Pepe se pasaba el día de aquí para allá, visitando a los enfermos casi siempre de gripe o catarros de aquellos que le rompían a uno el pecho durante días. Solo hacía falta dejar el recado en su casa y al regresar a ella, después de la visita anterior, Don Pepe salía rebotado hacia su nuevo enfermo, siempre andando, siempre ligero. Hoy seguramente le darían el recado por teléfono móvil pero, de aquella, casi ni teléfonos fijos había, lo que le obligaba a entrar y salir de su casa continuamente.

Don Pepe entraba en las casas sin llamar, porque las casas estaban abiertas con la naturalidad, la tranquilidad y el respeto de aquellos tiempos. Subía las escaleras e iba directo a la habitación del enfermo. Conocía los caminos tras tantos años de atención personalizada a sus cientos de pacientes. Una rápida mirada a la cara del postrado casi le bastaba para determinar la causa de su dolencia pero, generalmente, para asegurarse, utilizaba el rabo de una cuchara que le habían ya facilitado en la casa para aplastar la lengua y pedir al tratado que dijera aquello de “Ah-Ah-Ah” que repetía las veces que hiciera falta no sin alguna que otra arcada. Estaba claro, era el gripazo que atacaba aquel año a medio Marín. Y con aquel fonendo en sus oídos colocaba sobre elpecho y la espalda el frío micro que le aseguraba con sonidos y ronquidos, la naturaleza del problema.

Y Don Pepe pasaba a la acción. Abría aquel enorme maletín y de él  extraía la odiosa cajita metálica que brillaba de alegría cada vez que el médico la colocaba sobre la mesilla sobre unos mínimos caballetes metálicos que formaban parte de aquel artilugio. Un algodón impregnado en alcohol de 90 grados empezaba a arder, en azul y rojo, bajo la “cajita” que contenía ya una enorme jeringuilla con varias agujas hipodérmicas bañándose en una minipiscina de agua que, al poco tiempo, empezaba a hervir. Mientras tanto, Don Pepe, con el eterno puro en su boca, sentado en una silla cercana, entraba en un profundo sueño reparador de tanto esfuerzo de idas y venidas, hasta que el tintineo de la jeringuilla bailando los cien grados del agua hirviendo, lo despertaban. Ya no había remedio. Don Pepe tenía en sus manos el frasco de polvo blanco y aquella otra botellita de agua destilada, a la que le rompía la parte superior, introducía la aguja, extraía el líquido, lo pinchaba dentro del frasquito, agitaba la mezcla, volvía a pinchar la goma del frasquito y extraía, ahora sí, la lechosa mezcla que, ya sin remedio y aunque abuelas, madres y hermanos tuvieran que agarrar al “condenado”, acabaría dentro de la nalga sin responder a los frecuentes gritos del paciente. Don Pepe, ceremoniosamente y soplando el humo de aquel habano permanente, empezaba el ritual inverso, recogiendo la maldita cajita con las agujas dentro y metiéndolo todo de nuevo en el oscuro maletón. Tomaba un talonario de recetas y escribía el nombre del medicamento que había que ir a buscar a la farmacia y llamar a Encarna, la comadrona, otra esforzada de la ruta, para que pasase por allí a las 8, 12 ó 24 horas, para repetir el guión.

Algunas veces, Don Pepe era consciente, no de la gravedad del paciente, que  adivinarla era “pan comido” para el médico, sino de la precariedad de la familia y dejando allí un par de frascos milagrosos de la inyección, procuraba escapar de allí sin cobrar o incluso acertaba a dejar el dinero que le habían dado debajo de la almohada de aquel lecho del doliente. Si eras un niño, al terminar de colocar la “banderilla”, de daba una moneda, una sonrisa y una caricia, sabedor del respeto que imponía su presencia ante el chaval afectado.

A Don Pepe le hemos visto muchas veces sentado en un banco del jardín tratando de reponer fuerzas para seguir en la brecha, siempre tocado con su sombrero de ala ancha; siempre acompañado de su enorme maletín; siempre cansado pero decidido a seguir dejando la piel por los pacientes. El día que murió llovía un auténtico diluvio. Nadie faltó a la cita y el Templo Nuevo,  inmensamente grande para los que eramos de aquella en Marín, se llenó a rebosar. El pueblo se empapó bajo aquel diluvio como si quisiera recompensar las mojaduras que acompañaron a aquel ser bueno durante tantos días y noches de servicio a los demás.

Yo le debo mucho a Don Pepe, y sé por qué, y por eso no puedo dejar de expresar mi gratitud cada vez que tengo ocasión y no hay mejor  que acordarse de este día de San José, día de los “Pepes” consciente de que se encontrará allí donde quien manda le tiene reservado un lugar especial para la gente buena. Gracias por tu ejemplo eterno, Don Pepe.