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El Río Lameiriña, de estuario a canal oculto

El río Lameiriña es el símbolo inequívoco de la evolución urbanística de los pueblos. Llega desde Cotorredondo recorriendo el rural marinense para acabar en las aguas de la ría tras atravesar el pueblo y colarse por debajo de la explanada de la Escuela Naval. Quienes vivimos en sus cercanías sabemos cómo fue la evolución de este río en su tramo urbano porque, una vez vistas las fotografías del siglo XIX, también recordamos aún cómo era en nuestra infancia, abierto pero ya metido entre estrecho canal para acabar entubado y oculto habiéndose hecho sobre él la obra del parque lineal que conforma hoy aquel paisaje.

Llegaba la corriente, tras dejar parte de sí en el lavadero del Souto, al puente que todavía hoy puede apreciarse. Tanto en el lavadero como bajo dicho puente, se afanaban las lavanderas que, a base de frotar y enjabonar sobre las lisas piedras de las orillas, dejaban la ropa propia o de quien le hubiese encargado el trabajo, perfectamente limpia para extenderla “al clareo” sobre las hierbas del entorno o montarla en los colgadores comunes que atravesaban la zona. El río corría hasta ahí supuestamente limpio y capaz de higienizar ropas, sábanas y demás y empezaba un camino en su último tramo confundiéndose, de seis en seis horas, con el agua de la marea que acudía a su rescate ayudándole a depurar su contenido.

Y digo depurar porque quienes anden en la vida por el mismo camino que yo, podrán recordar cómo desde el puente hasta el Forte, se incorporaban al río las aguas, aguas blancas y negras, que arrastraban además los detritus de toda la población del entorno que desalojaba las suyas por los alcantarillados abiertos en el medio de las calles donde se juntaban pluviales con fecales sin el menor recato ni división. Y por el mismísimo cauce de aquel río jugábamos los niños sin miedo a coger una enfermedad, rebuscando bajo las tejas y las piedras ejemplares de anguilas que, ¡ay pobres, ahora que lo pienso!, eran ensertadas en un tenedor que atravesaba sus cuerpos mientras se retorcían hasta que, subidos con el trofeo a la carretera, procedíamos a agarrarlas por el rabo y golpearlas violentamente contra el suelo hasta verlas muertas. Aquella tragedia acababa casi siempre en la boca del gato de casa, al menos en lo que en la mía se refiere, porque la abuela no quería saber nada de cocinar aquel resbaloso bicho. Lo mismo ocurría con los “muxos” que, con la marea llena llegaban casi al puente y desde las orillas tratábamos de engañarlos ofreciéndoles un anzuelo recubierto con su alimento que muy pocas veces era efectivo porque, como decían algunos veteranos del caso, “os muxos non traban, maman”.

Después llegó la ocultación final del río o lo que de él quedaba. En tiempos del alcalde Martín Suárez se entubó el caudal con cuatro enormes líneas decididas por los técnicos del momento y, años después, siendo alcalde Pena Piñeiro (Aboy) se construyó el parque lineal que hoy oculta al Lameiriña de siglos pasados.

Hay nostálgicos a los que les gustaría destapar de nuevo el río. Sería una opción, claro, pero nunca se conseguiría más que un canal que nada tendría que ver con la desembocadura de hace ciento y pico de años. Eso sí, hoy y con las obras que al parecer se van a realizar en él, las aguas transcurrirían limpias, sin recibir los detritus de todas las casas de Marín antiguo y no se repetiría el espectáculo visual y olfativo de aquellos tiempos.

El Lameiriña es, como queda dicho, el ejemplo de la evolución, para bien o para mal, del urbanismo de los pueblos.